Historias de la España vaciada, 2: Caracena


A Caracena hay que ir expresamente. Se llega por una tranquila carretera que discurre por el fondo del cañón del río Caracena. A ambos lados de la carreterita, altos paredones kársticos y arboledas junto al riachuelo. No hay otra manera de llegar a Caracena más que por esta estrecha carretera, que muere en el mismo pueblo. Hablo de la vez que fui allí, en 1987.

Caracena desde el camino que lleva al castillo. En primer término,
la iglesia de San Pedro. (Fotografía: J.D.)
 
Cuando llegamos a Caracena lo primero que vemos es un impresionante rollo en medio de una destartalada plaza abierta. En la plazuela, dos casas parecen ser las únicas habitadas en todo el pueblo. En la casa a nuestra derecha, una vieja vestida de negro está sentada al sol junto a la puerta, en una silla baja de enea, y en la casa frontera, al otro lado de la plaza, se adivina la figura de un anciano que asoma y desaparece trajinando en el zaguán. No parece que haya ninguna otra alma viviente en el pueblo. Uno tiene la sensación de hallarse no en Soria, sino de pronto en algún lugar de los confines de Siberia. O, mejor, del fin del mundo.
 

Rollo de Caracena, en la plaza a la entrada
del pueblo. (Fotografía: J.D.)
 
Caracena es el pueblo más recóndito y perdido de toda la península. Tanto es así que ni los sorianos conocen su existencia.
 

—¿Conoce usted Caracena? —le pregunté en cierta ocasión a un tendero de la calle del Collado en Soria.
—No. Ni idea —me respondió el tendero.
—Pues está ahí cerca, a pocos kilómetros de San Esteban de Gormaz.
—La primera vez que lo oigo nombrar.
 

Por una calle que parte de la plaza subimos andando hacia la iglesia y el castillo. Al pasar junto a la vieja me pareció que esbozaba una media sonrisa burlona. No me gustan las medias sonrisas, y me previne. 
 
La iglesia de San Pedro, ejemplo del mejor románico soriano, estaba cerrada, pero da igual porque lo que hay que ver es la espectacular galería porticada de siete arcos, con una alucinante columna torsa en la puerta de acceso. He leído que en esta iglesia al parecer ofició Per Abbat, copista del Cantar de Mio Cid, allá en los inicios del siglo XIII cuando Caracena contaba con 17.000 habitantes...
 

Galería porticada de la iglesia de San Pedro, Caracena. (Fotografía: J.D.)
 
Desde la iglesia, un camino pedregoso asciende hacia el castillo. El sol es abrumador bajo un cielo de azul intenso y tan enorme que parece que vaya a aplastarnos contra el suelo. Todo el áspero paisaje está envuelto en un silencio absoluto. Es un paisaje sobrecogedor. Llegamos por fin al castillo, una fortaleza construida en el filo de una escarpada roca sobre la confluencia de dos hondos barrancos.
 

Pero no hay mucho que ver. Solo piedras derruidas. Por una puerta de la que solo queda un enorme boquete, entramos dentro del recinto del castillo, y advierto a mi compañera que mire bien donde pisa porque está infestado de víboras. Jamás había visto tantas víboras tomando el sol. No nos detenemos mucho en aquel lugar y salimos fuera.
 

Del castillo se han llevado todas las piedras de sillería de puertas y vanos a golpes de maza y escoplo. No queda absolutamente nada. Los horribles huecos de las aspilleras parecen ojos arrancados.
 

Castillo de Caracena. (Fotografía: J.D.)
 
De una punta a otra, España es la deprimente imagen del expolio. Vayas donde quieras, el mismo penoso espectáculo. ¿Queda algo por robar? El ábside de la iglesia románica de San Martín de Fuentidueña (Segovia) fue trasladado a The Cloisters, en Manhattan, por el Museo Metropolitano de Nueva York. Ahora de la iglesia solo quedan ruinas. También en el mismo emplazamiento se halla medio claustro de la abadía de Sant Miquel de Cuixà. En unos almacenes del Bronx hay depositados valiosos artesonados mudéjares que fueron comprados por un magnate norteamericano (ver el documental Los cielos españoles de Isabel Soria y José Manuel Herráiz, y aquí, aquí, aquí, y aquí...). Valgan tres ejemplos que se me ocurren al azar. La lista sería interminable. El masivo expolio del patrimonio español da una idea de la corrupción en España. Tendré ocasión de referirme a ello una y otra vez en estas notas sobre la España vaciada.
 

Descendemos hacia el pueblo y pasamos de nuevo junto a la vieja, que ni nos mira. En el rostro tiene pintado un mohín de fastidio, como si le hubiéramos chafado la diversión del día, quizá del año: ambos regresamos del castillo sanos, sin ningún malherido por mordedura de víbora.
 

En la Oficina de Turismo de Soria les digo:
 

El castillo de Caracena está infestado de víboras. 
Sí, ya me han dicho...

No hay comentarios:

Publicar un comentario