23 de junio de 2018

(La República ha venido.)

Revolviendo periódicos de los años de la guerra, he encontrado este artículo de Paulino Masip. Es impensable por mi parte relatar en cuatro líneas la agitada vida de Paulino Masip (La Granadella, Lérida, 1899 - Cholula, México, 1963). En los años de la guerra fue editor técnico y editorialista de La Vanguardia de Barcelona, y ya en el exilio de México publicó una de las mejores novelas sobre la guerra: El diario de Hamlet García (1944). No estoy seguro si se han recogido sus artículos, pero de no ser así deberían recogerse, tal como se ha hecho con los de Antonio Machado, Manuel Azaña y otros intelectuales de la época.



La República ha venido
por Paulino Masip

El final de la monarquía española me recuerda siempre el epílogo de una novela de Alejandro Dumas que leí hace muchos años y cuyo título he olvidado. Al genial folletinista no se le ocurrió cosa mejor, para desembarazarse de sus personajes, que meterlos a todos en un barco y echarlo a pique apenas llegado a alta mar. El último Gobierno fue para la monarquía lo que el barco para la novela de Dumas. Llamados a él todos los protagonistas de la política de la Restauración, en cuanto estuvieron juntos el barco se hundió para siempre y la trágica novela terminó.

Recuerdo también que el día que se formó aquel Gobierno —¡García Prieto, Cierva, Romanones!— algunos amigos míos se mesaban los cabellos para dar salida a la irritación que les producía el Gobierno en sí, y sobre todo la indiferencia entre irónica y desdeñosa con que el pueblo lo había recibido. Mis amigos pedían huelga general, levantamiento popular contra aquella broma fúnebre. Hubiera sido una inocentada. ¿Para qué molestarse, si era el síntoma más claro de que habíamos llegado al desenlace? También en esta aparición postrera de los personajes medio olvidados, que tuvieron sus partes de protagonistas, se pareció aquello al final de una novela. Tuvo aquel Gobierno además una virtud, según se ha visto después, nada desdeñable. Fue para los políticos la prueba del fuego. Sin ella, que los dejó en evidencia monárquica irremediable, hubieran esgrimido en la República, con cuya idea casi todos habían más o menos tonteado, sus siete años de insultos y persecuciones, excesivo Jordán para un país tan fácil al perdón como el nuestro. ¡Y no le hubiera faltado más a la República sino que se le hubiera añadido éste a los muchos lastres que tuvo que sobrellevar!


*

Mientras tanto ¿qué hacían, qué pensaban los aristócratas, el clero, los militares, los banqueros? Lo diré, si se me permite, con una expresión popular: no sabían por dónde les daba el aire. Esta es la verdad. Ellos también advertían, de una manera confusa, que caminábamos hacia un cambio de régimen, pero no sabían qué hacer. ¿Se podía hacer, además, alguna cosa? No sabían por dónde les daba el aire porque el aire no soplaba de ninguna parte. Sopló una vez en Jaca y entonces sí supieron actuar brutalmente. Pero después la atmósfera quedó extraña y angustiosamente tranquila. Estaban azorados y encogidos como las aves cuando presienten tormenta, pero como las aves, lo ignoraban todo de la tormenta vecina. A las clases directoras de la monarquía les perdió la ausencia de enemigo concreto. Bien se había visto los días de diciembre que no existían revolucionarios en España, y, sin embargo, la República se acercaba inexorablemente. La conciencia de esta inexorabilidad impalpable les quitó toda moral defensiva. ¿Qué intentará el náufrago refugiado en un peñón contra la marea que amenaza cubrirle? Y la llegada de la República tenía mucho de fenómeno cósmico. Enemigos y partidarios sabíamos que venía, pero nada más. ¿Cómo? ¿Por qué caminos? ¿Quién la traería? Unos de manera más clara y otros de manera más imprecisa presentíamos que ese era el designio del destino histórico de nuestro país, y a él nos ateníamos de tal forma que los republicanos más optimistas eran los que desconocían todos los trabajos seudorrevolucionarios porque no les quitaba la fe su poquedad. (Una cosa así ha ocurrido durante algunos meses de la guerra civil.)

Existían, además, otras razones para que las clases directoras monárquicas estuvieran desorientadas e indecisas. Su falta de imaginación les impedía ver las consecuencias inevitables —a la larga o a la corta— del proceso de transformación iniciado en España. Para reaccionar vivamente necesitaban hechos reales, agresiones concretas, ver con los ojos de la cara y sentir sobre la propia carne los males que sus periódicos y sus oradores anunciaban. Ni creían ni dejaban de creer los cuadros pavorosos que el ABC les describía por anticipado. Otras veces también se les habían anunciado catástrofes tremendas vanamente y en fin de cuentas era natural que el duque de Alba, o el del Infantado, o el arzobispo de Toledo, herederos de una situación social y económica que tenía raíces de siglos, no se decidieran a aceptar la idea de que su mundo había entrado en la agonía. Sin embargo, estaban inquietos, preocupados porque de cualquier modo el río sonaba demasiado. Habría que intentar alguna cosa. ¿Por ejemplo? Organizar unas conferencias en el Círculo de la Nobleza. Era la gran idea. ¡Lástima que no se les hubiera ocurrido antes! Quizá lo que se avecina no se avecinara. Esto se llegó a decir en la presentación de uno de los oradores de aquellas conferencias que se desarrollaron en una salita, donde cabían cuarenta o cincuenta personas, del Círculo que tenían los nobles en la calle de Fernando VI. Mis deberes profesionales me llevaron a una de ellas por los mismos días que me llevaban al mitin de las izquierdas en la Casa del Pueblo, abarrotada dentro y rodeada fuera por la muchedumbre que se conformaba con hacer acto de presencia en las calles próximas, y a las conferencias del Ateneo que aglomeraban miles de personas. El contraste era una lección clarísima. La fruta estaba madura; pero ¿y el viento?

Los designios del destino histórico de los pueblos son inescrutables. Lo que tenía que ocurrir ocurrió de la manera más insospechada.

La primavera ha venido.
Nadie sabe cómo ha sido.


Si no fueran tan bellos estos dos versos de Antonio Machado podrían parodiarse sustituyendo primavera por República, y nos darían una idea del estupor maravilloso que sobrecogió a España al encontrarse de pronto florecida de banderas tricolores. Yo vi nacer las primeras desde un balcón de la Puerta del Sol. Se abrieron con timidez como capullos tempraneros y luego fue el ensalmo. Como cosa de ensalmo se tomó y nadie se atrevió a moverse para no quebrar el encantamiento. La placidez de las primeras jornadas republicanas nos dejó atónitos y nos hizo desvariar. ¡Cuánta tontería se dijo entonces! ¡Cuánta ceguera o cuánto espejismo! Al recordarlo ahora, se le llena a uno el alma de melancolía como la que trae la memoria, en la edad madura, de los ilusionados raptos infantiles. Nunca, probablemente, ha entrado un pueblo por el camino de la revolución con mayor inconsciencia bienaventurada. Cuarenta y ocho horas de libertad absoluta de un pueblo de un millón de habitantes, dieron a Madrid como balance, varios cristales rotos, muchas caricaturas al carbón en las paredes y una capa de tierra sobre el asfalto de la Puerta del Sol que los obreros municipales tuvieron que arrancar a golpe de pico. Nada más. Absolutamente nada más. Ni un herido, ni un contuso, ni un pan robado. España entraba en la República como las almas inocentes en el limbo. El tópico fue que este era el ejemplo patente de que el pueblo español había llegado a la mayoría de edad. Yo también lo utilicé. Y nunca ha sido el pueblo español más terriblemente niño.
 

(La Vanguardia, Barcelona, 31 agosto 1937, p. 1)


La sensación que describe Paulino Masip en este artículo es real, en el sentido de profundamente vivida. Después del fracaso de la dictadura protofascista de Primo de Rivera, todos sabían que el gobierno Berenguer estaba muerto. No era posible la vuelta a ninguna "normalidad". ¿A qué "normalidad"? Aparentemente no ocurría nada, no pasaba nada, pero nadie tenía duda de que el Régimen estaba acabado. Fue un momento único en nuestra historia. 

Antonio Machado escribió, atribuyendo el poemita a una canción infantil:

La primavera ha venido
y don Alfonso se va.
Muchos duques le acompañan
hasta cerca de la mar.
Las cigüeñas de las torres
quisieran verlo embarcar...

 

(Hora de España, n.º V, mayo 1937)


Manuel Castells, Vuelve el nazismo (1) (30-6-2018) (y 2) (7-7-2018)


  


Lecturas recomendadas
- Suso de Toro, La brutalidad de un Estado y una sociedad (19-6-2018) y Nunca se vuelve atrás (2-7-2018)
- Baltasar Garzón, Alsasua: el terrorismo como obsesión (19-6-2018) 
- Enric Juliana, "Aquí pasou o que pasou" (20-6-2018), Balance del primer mes del gobierno. 30 días de Sánchez (1-7-2018) y Alfa vacante (5-7-2018)
- José Babiabo, España es un país extraño. Notas breves sobre memoria pública (20-6-2018) 
- Jordi Barbeta, El mal día de un rey en la Casa Blanca (21-6-2018), Yo era monárquico (24-6-2018), Soraya, la compañera del "novio de la muerte" (27-6-2018) y La normalidad es imposible (y sería imperdonable) (1-7-2018): perfectamente de acuerdo.
- Javier Pérez Royo, Otra decisión repulsiva (21-6-2018) y La resaca del 3 de octubre (26-6-2018) importante artículo que merece un comentario cuando pueda, el cual se complementa con El mayor error de Mariano Rajoy (27-6-2018). Ojalá fuera la prisión preventiva (25-6-2018), El talón de Aquiles del auto del Tribunal Supremo (28-6-2018), El cálculo político del Tribunal Supremo (30-6-2018), El golpe de Estado de José María Aznar (5-7-2018), Crisis del PP y exhumación de Franco: coincidencia simbólica (5-7-2018)
- Fernando López Agudín, Sin Felipe VI no hay diálogo (22-6-2018)
- Hugo Martínez Abarca, Y ahora, ¿dónde está Felipe VI? (22-6-2018) 
- Josep Ramoneda, El suicidio europeo (23-6-2018) 
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